Sobe una chica:

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Tamaulipas, Mexico
Madre primeriza y escritora, con muy poco tiempo libre pero que le gustan las manualidades.

sábado, 6 de mayo de 2017

30 DÍAS DE ESCRITURA

6. VILLANO


Cuando el fuego consumió por completo la ciudad, ya no se escuchaba ningún grito.
El niño, que había permanecido durante la mayor parte del ataque, finalmente salió de su escondite.
El suelo, caliente y negro a causa del incendio, quemaba sus pies al mismo tiempo que se cubría la nariz pues el olor a quemado, a carne y químicos le entraba por la nariz y quemaba su interior.
En su trayecto, se maravilló y horrorizó por todo lo que veía: sangre, muertos, mutilaciones, cuerpos quemados, ligeros gemidos de dolor por los pocos sobrevivientes, quienes pedían a gritos que alguien les ayudara.
Asustado, corrió hacia la colina, el lugar donde estaba su hogar, esperanzado con que sus padres hubiesen salido en el momento en que comenzó el incendio pero al llegar a su destino, detuvo su andar, pues su miedo más grande había hecho realidad: todo se había reducido a cenizas. El árbol, la casa, el jardín, todo era nada.
Y en la entrada, había dos bultos negros; no tuvo que hacer ningún esfuerzo para saber quiénes eran, lo habría sabido aunque sólo hubiesen quedados sus dedos.
Se arrodilló, empapado en lágrimas, y lloró hasta que se le pasó el tiempo.
Los minutos, las horas, los días, ¿cuánto había estado ahí? ¿llorando como el niño de seis años que era? No supo.
Su mente seguía en blanco, sin embargo tuvo fuerzas para cavar un hueco, arrastrar los huesos y enterrarles; les dio una pequeña sepultura y, sin nada que tomar para partir, emprendió camino, lejos de ahí.
Antes de tocar la salida, oyó un gemido de dolor. Su curiosidad puso más, así que se volvió hacia el lugar de donde provenía el aullido y se encontró un montón de escombros que habían destruido lo que era el templo. Se dio la vuelta, dispuesto a huir de ahí, cuando sintió una mano completamente quemada y que dejaba ver todo en su interior, la epidermis y hasta el hueso, se cernió en sus tobillos heridos.
-A... ayuda... - le pidió la persona, cuyo rostro deformado y quemado le rogaba piedad.

Clavó su mirada en la persona agonizante, a quien ya no podía distinguir si era mujer u hombre, quien pareció decirle algo.
Pero no podía ayudarle, así que lo único que pudo hacer fue acabar con su sufrimiento, rebanándole la yugular.

En ese momento, se dio cuenta de una cosa: no es que no pudiera ayudarle, es que no quería.

Su interior se había convertido en nada, así como su ciudad lo era ahora.

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