Sobe una chica:

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Tamaulipas, Mexico
Madre primeriza y escritora, con muy poco tiempo libre pero que le gustan las manualidades.

domingo, 22 de diciembre de 2013

CAPITULO 3

VICTORIA

Mi cabeza dolía horrores, y una sensación punzante provenía de ella.
Mi boca tenía un asqueroso sabor metálico, y mi cuerpo no se movía. Poco a poco abrí los ojos, sintiendo los párpados pesados, moví la cabeza, intentando ajustar mi vista a la penumbra, pero todo era inútil, porque estaba totalmente rodeada de oscuridad. Un ruido sonoro se escuchó y rápidamente los recuerdos volvieron a mi memoria: salía del trabajo cuando vi a Edmund parado al lado de la lámpara, me había acercado aliviada de verlo con vida, un fuerte olor a alcohol me golpeó seguido por el sonido de algo estrellarse. Dolor, mucho dolor. Y después, quedé inconsciente
Mi corazón se aceleró al escuchar esos pasos torpes y pesados acercarse.
¿Qué diablos había pasado? ¿Cómo había terminado en esa situación? Las lágrimas comenzaron a correr por mi mejilla, calientes y gruesas, hasta que los pasos finalmente se detuvieron frente a mí.
-Victoria... - susurró él.

EDMUND

¿Qué estaba haciendo ahí? Debería haberme ido a casa en el momento en que salí de la escuela, o cuando la botella de vodka se me terminó, pero no, en lugar de eso, huí al almacén abandonado a encerrarme a llorar como una nena; ¿qué pasaba conmigo? No es como si fuese el fin del mundo, por Dios, ¡es sólo una chica!
Tenía por montones y de diferentes tipos, todas dispuestas a lo que sea con tal de pasar, aunque sea, cinco minutos a mi lado, ¿por qué precisamente tenía que fijarme en ella?
Mientras el alcohol surgía efecto, me preguntaba nuevamente por qué me había fijado en Victoria.
Era bonita, sí, pero habían otras más guapas, tenía linda personalidad pero he conocido chicas mejores, era amable y cariñosa, siempre sonreía y nunca había oído ninguna mala crítica sobre ella.
Y ese era el problema.
Desde el instante en que entró a mi clase en primer año, usando ese overol rosa y sus cabellos sujetados por una liga blanca, me flechó. Era tan hermosa incluso con sus cachetes rosados y redondos, tan bella; la pubertad le sentó de maravilla, había pasado de ser la chica gordita y carismática y se había convertido en una belleza delgada, producto de esas horas bailando, su cabello era más largo y su rostro redondo parecía un corazón. Supongo que lo mío fue amor a a primera vista, pero, ¿cuándo fue me volví tan... obsesivo por ella? ¿Cuándo jugamos en el jardín de niños por primera vez? ¿O esa ocasión en la que bailamos juntos en un baile en la secundaria? No, supongo que el momento en el que obsesioné con ella había sido el dia en que me di cuenta de ella era la única persona que jamás me utilizaba por mi dinero, nunca me hablaba por conveniencia y sus sonrisas eran nobles y sinceras. Yo estaba loco por ella, mental y sentimentalmente enfermo, era una diosa, algo divino para mí, con esa sonrisa y esos ojos tan hermosos que me desarmaban por completo.
La colilla del cigarro me quemó los dedos y la dejé caer al suelo, enojado.
Mi mente se nubló por completo por la verguenza; no sabía qué sucedía conmigo, pero había dejado de ser yo mismo, estaba como poseído por una rabia perversa, un enojo desconocido y una sed de venganza injustificada.
Caminé con la botella en la mano, sin siquiera pensar a dónde iba, dejándome guiar por mi instinto. Yo, en ese preciso momento, era un animal, y Victoria, la dulce e inocente Victoria, sería mi presa.
Nadie se burlaba de mí. Ni siquiera ella.

VICTORIA

Se agachó y su rostro quedó a centímetros del mío, con una expresión que yo jamás había visto en una persona: sus ojos, esos bellos ojos azules que tanto me habían gustado, eran frío e inexpresivos.
-¿Edmund? ¿Qué estás haciendo?- dije nerviosa, pero él sólo me miró, sin moverse, sin siquiera parpadear, penetrándome con sus zafiros congelados. Moví los labios pero puso una mano en mi boca, y me levantó bruscamente, fue en ese momento en el que sentí el peso de mi cuerpo, el dolor punzante en mi cabeza y aquel líquido caliente caer por mi frente. Estaba sangrando, y era una cantidad exagerada de sangre.
Intenté forcejear pero estaba débil y seguía teniendo la vista algo borrosa, pero la expresión en su rostro no habia cambiado. Intenté hablar pero solo quejidos salían de mis labios. Me arrastró hacia lo profundo del almacén, y fue entonces que me di cuenta que llevaba un vestido y zapatillas; el horror se apoderó de mí, forcejee, patalee y lloré como una cobarde, rogándole que me dejara ir, que razonara, que volviera en sí, pero nada. Parecía estar en trance, como si no fuese él.
Se detuvo finalmente y me dejó caer en lo que parecían ser bultos de cemento o azerrín. Lloré.
-Edmund... por favor... déjame ir... - le pedí entre sollozos, pero él solo me miró, y una sonrisa malévola y siniestra se dibujó en sus labios.
-Nos vamos a divertir, Victoria... - dijo acercándose a mí.
Su rostro era maldad pura, y no pude evitar gritar.

EDMUND

Sabía que pronto saldría de su trabajo.
No era necesario mirar mi reloj, ni siquiera ir a buscarla, porque conocía muy bien su ruta. Normalmente, tomaría el camino largo a casa, subiría al autobus y observaría la ciudad con una sonrisa en su rostro, se demoraría en la tienda de flores y luego en la cafetería saludando a su amigo. Esa era normalmente la rutina de ella, pero no sé qué fue lo que me obligó a meterme en esa calle oscura y abandonada. Victoria jamás pasaría por un lugar así, era muy prevenida, cada paso que daba parecía haber sido decidido como un juego de ajedrez, incluso vigilaba qué camión tomaría; era muy precavida, entonces ¿por qué había tomado esa calle? Me recargué en la lámpara de luz, con mi cabeza dando vueltas como máquina de feria, el alcohol me estaba pegando como esas borracheras de fiestas, y yo sabía lo que me quitaría eso: metí mi mano en el bolsillo de mi pantalón, demasiado nervioso, y saqué la bolsita transparente con pastillas. Una, dos. Solo necesitaba dos de esas maravillosas pastillas, y el valor y mi consciencia volverían a su sitio; en el momento en que las pastillas se deslizaron por mi garganta, sentí una presencia. La había sentido desde la mañana, como si me dijera que hiciera algo que no quería, obligandome a levantarme ansioso de mi cama, a acercarme a Victoria, a huír de la escuela al almacén, a esperar a que pasara por esa calle. Por dentro quería llorar, pero no había nada, ni sollozos ni lágrimas, ni siquiera culpa. Yo estaba vacío.
Oí unos pasos acercarse, ligeros y precavidos; mi corazón se aceleró como si hubiera corrido un maratón por horas, mis ojos vagaron de un lugar a otro y mi cuerpo tembló nervioso.
-¿Quién anda ahí?- la oí decir, su voz suave y asustada como un venado.- ¿Quién anda ahí...?- volvió a repetir, me acerqué a ella con paso ligero y el miedo se borró de su rostro, sus ojos se iluminaron y sonrió. La vi mover su boca y cómo poco a poco se acercó a mí, y en el instante en que mi mirada se encontró con la suya, la voz sonó en mi cabeza:
Hazlo, dijo la voz. Hazlo ya.
Lo siguiente ocurrió casi automático y tan rápido que no me había dado cuenta: en un instante Victoria estaba a mi lado, y al otro la botella que descansaba en mi mano se había estrellado en su cabeza, tirándola al suelo con un golpe sonoro, y entre cristales rotos y el charco de sangre, mi cuerpo no respondió.
¿Qué había hecho?

VICTORIA

Sus manos me sujetaban con fuerza y agresividad los hombros mientras yo forcejeaba con la poco energía que podía, intentando soltarme de su agarre.
-¡Por favor, Edmund!- le lloré.- ¡Suéltame! ¡Déjame ir! ¡Basta!- pero él no respondía, solo me miraba con esos ojos helados.- ¡EDMUND, YA!- le grité, propinándole un golpe en el rostro, se detuvo y yo dejé de pelear con él. Se tocó la mejilla y una risita macabra salió de sus labios.
-No debiste.- dijo con una voz como un témpano de hielo. Sus manos se volvieron como grilletes contra mis hombros, presionando con brutalidad su cuerpo contra el mio sobre los bultos.- No debiste, carajo.- repitió. Entonces, sus manos se deslizaron por mi cuerpo, explorando con agresividad y morbo los rincones de mi anatomía. Sollocé.
-¡Detente, por favor!- le dije, intentando apartarlo de mí, pero su fuerza era increíble. Me aprisionó los brazos sobre mi cabeza, y hundió su rostro en mi pecho.
-Hueles delicioso.- dijo aspirando.- A lavanda, canela y vainilla.- y lamió mi cuello. ¿Qué había dicho? ¿Cómo sabía a qué olía? El miedo se apoderó de mí y volví a a forcejear, intentando liberarme de sus grilletes, pero era inutil.- Si te sigues resistiendo, solo va a dolerte.- soltó una risita y me mordió el cuello. Grité, desesperada, y sus manos arrancaron la fina tela del vestido que llevaba puesto; y mientras esperaba lo que ya sabía que iba a suceder, mi mente lloró conmigo.
¿Por qué tenía que tomar esa calle oscura? ¿Por qué no tomé la misma ruta de siempre? ¿Por qué precisamente tenía que pasarme a mí? Las lágrimas caían como cascada sobre mi mejilla, y su lengua las lamió, volviendo a su labor de desnudarme. ¿Por qué no había ido directamente a la parada de autobús? ¿Por qué la vocecilla en mi cabeza no me advirtió del peligro como siempre lo hacía? ¿Por qué se había apagado? ¿Dónde estaba Dios en un momento como ese? ¿Por qué me había abandonado?
Finalmente, en sus manos estaba el vestido rojo destrozado, y con sus ojos furiosos me admiró: se quedó como si hubiera visto una obra de arte, como esa vez que el presidente dio un discurso a nuestra clase, atento y silencioso, sin importarle que nadie más estuviera escuchando, él oyó hasta la última palabra. Así estaba en ese momento: atento y silencioso.
Con su mano me tocó la mejilla y con su dedo gordo me acarició los hoyuelos. Me encogí, pero él sólo me rozó con sus dedos, luego, con la otra mano, me levantó dulcemente para quedar frente a frente y por un instante sus ojos volvieron a ser ese cielo despejado que me gustaban mucho, sonrió como siempre y sujetó mi rostro.
-Eres tan hermosa.- dijo con miel en la voz. Creí que había vuelto a ser él, porque esa voz y esos ojos eran los que yo conocía. Me besó con dulzura mientras me abrazaba de igual manera; yo creí que estaba a salvo, que alguna clase de poder divino lo había hecho entrar en razón, pero no. Su beso se volvió hambriento y salvaje, y aprisionó mi rostro con fuerza contra el suyo, me dejó caer con fuerza sobre los bultos y me aplastó con su cuerpo.
-Eres tan hermosa.- repitió en mis labios.- Y serás sólo mía.- dijo mordiéndome, sentí el sabor a sangre y cómo goteaba por mi labio, pero yo no tenía fuerzas, se quitó la chaqueta y luego en cinturón, y comencé a llorar.
-Detente, por favor... - le rogué. Su torso estaba desnudo y pude apreciar, como todas esas miles de veces, su pecho desnudo y musculoso, pero no era la misma sensación de siempre, ahora sólo sentía terror por lo que venía después.- Por favor... Edmund... - le rogué una vez más, pero era inútil.
Me sujetó de las caderas con fuerza, marcando sus dedos en ella, y sus uñas rasgaron mi piel, provocando no sólo un dolor desquiciado sino la sensación de sangre bajo las marcas.
-Edmund... por favor... - dije una última vez, pero me calló metiendo un pedazo de la tela del vestido en mi boca.
-Nos vamos a divertir... - dijo con una sonrisa desquiciada, y supe en ese momento que el Edmund que yo conocía había dejado de existir. Ahora sólo estaba con un demonio que, en cualquier momento, iba a asesinarme.
-Oh, Dios, ayúdame...  - rogué entre lágrimas y sollozos, pero una dolorosa embestida me desvió de mis pensamientos, provocando que un grito de dolor saliera de mis labios.
Oh, Dios, ayúdame... 

EDMUND

Mis manos temblaron y el horror pasó por mi mente. ¿Qué estaba haciendo?
Victoria yacía en el suelo, inmóvil y nadando en un charco de sangre y vidrios. La gente comenzó a pasar por los dos extremos de la calle, ajenos a lo que ocurría; rápidamente una vocecilla en mi cabeza indicó qué hacer, así que levanté su cuerpo y lo llevé al único lugar que podía: el almacén.
Casi una media hora más tarde, dejé su cuerpo en el suelo, y comencé a perder los estribos.
¿En qué me había metido? ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué tenía que haberla atacado?
Era presa de los nervios y la culpa y la única cosa que me calmaría estaba secretamente guardada en mi bolsillo. Miré a Victoria, con los ojos cerrados y la sangre por todo su cuerpo, así que saqué las pastillas de la bolsa y me las tragué; fueron solo segundos los que habían transcurrido cuando comenzaron a surgir efecto, volviendome a encontrar con la bestia que había atacado a Victoria. Mi interior se debatía entre el yo bueno y normal y el maldito loco que estaba por desnudar a Victoria.
Átala, dijo la voz en mi cabeza, y como fiel perro, obedecí. Busqué algo con qué atarla, pero en el almacén no había nada, solo un montón de bultos y cajas, y sobre una de ellas habían colores llamativos; y ya sabía en qué almacén estaba. La fábrica de textiles donde los adolescentes venían a tener sexo casual.
Caminé hasta las cajas y comencé a buscar entre ellas algo con qué atarla, y un brillante color rojo captó toda mi atención: era un bonito vestido de gasa aunque algo viejo y lleno de polvo, y las zapatillas a un lado. Otros vestidos y zapatos estaban ahí, por lo que posiblemente los habían dejado algunos recién graduados.
Jalé el vestido y unas zapatillas, y me acerqué a Victoria. Seguía inconsciente, así que fue fácil desnudarla, y a pesar de haberla visto muchas veces en bikini nada se comparaba a la adrenalina y deseo carnal que me había provocado. Su piel suave y tersa bajo mi tacto... ¡mierda, no!
La vestí, aún con los pensamientos morbosos que se apoderaban de mi con cada segundo. Y esperé.
Esperé paciente a que abriera los ojos, porque en mi mente ya se había creado todo un plan para hacerla mía, a la buena o a la mala.

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