Sobe una chica:

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Tamaulipas, Mexico
Madre primeriza y escritora, con muy poco tiempo libre pero que le gustan las manualidades.

jueves, 19 de diciembre de 2013

SÉPTIMO CIELO

CAPITULO 1.
Aquí en el cielo, las cosas siempre son aburridas.
Como guardián, nunca hay nada interesante que ver: solo te sientas todo el día a ver cómo tu protegido vive al límite. Los humanos hablan de los ángeles como seres omnipotentes que todo lo saben, pero lo que no entienden es que, incluso en los ángeles, existen las jerarquías y tristemente, nosotros estábamos hasta abajo; hubiera querido ser un serafín, esos buenos para nada que solo le cantan y reciben la gracia de Dios, o incluso una virtud, ¡Dios! Ellos solo predicen el futuro y se codean de ello, pero no. Era un simple y común ángel, el último en la cadena, como un parásito, condenado a existir para los humanos estúpidos.
Pero para algunos ángeles, la vida humana era muy interesante; podían pasar horas e incluso días observando y admirando cada movimiento, cada mirada, cada mínima cosa de los parásitos destructores, pero yo no entendía que era lo que les gustaba; para mí, los humanos solo eran un intento fallido de la perfección, un error de Dios que solo servían para contaminar y destruirse asimismos y su alrededor.
Odiaba ser un ángel guardián, en verdad, y nunca había nada bueno que hacer, aunque, en algunos casos, los guardianes tienen protegidos interesantes, como Anna que fue el ángel guardián de Abraham Lincoln, quien todas las noches le susurraba al oído lo bien que progresaba con su vida, o Daniel, el guardián de Alba Edison, y que la cometa y los relámpagos había sido toda idea suya, incluso poner una tormenta ese día. Y qué decir de Joshua y Da Vinci, todo un drama.
Y luego, estaban aquellos que custodiaban las almas malvadas, porque hasta ellos tenían su guardián. Hasta los angeles de la muerte eran más interesantes, siempre esperando a terminar con la vida de alguien, sin preocuparse por mantener con vida un estúpido mortal.
Y finalmente, estaba yo. En mis más de mil años de existencia, nunca, jamás, me habían asignado un protegido interesante, todos habían sido personas que nunca hicieron nada bueno con sus vidas y yo mismo quería matarlos, y solo esperaba el momento en el que todos murieran y poder tener uno nuevo. Pero nada. 

Nunca.
Y mucho menos, éste último chico.
Su nombre es Edmund Delfigalo, popular, estratega como Alejandro Magno e hijo de empresarios italianos. Desde el primer momento que me asignaron su cargo, sabía que no tendría nada interesante en su vida, que sería otro simple humano inútil que cumpliría su ciclo y yo solo tendría que esperar a que acabara siendo asesinado o que, para mi desgracia, muriera de viejo.
Y los primeros diecisiete años de vida, así fueron: niño tonto, mimado, presumido, berrinchudo, padre ausente, madre alcohólica, luego una hermana y luego otra, amantes, peleas, trofeos, primeros lugares, escuela secundaria, popularidad, muchas fiestas, experiencia sexual, amor.
El chico y su vida me eran totalmente indiferentes, y no me importaba realmente nada de él, excepto ese momento en que algo cambió: recuerdo muy bien la fecha, agosto del dos mil, cuando la profesora de su clase de primer año les presentó a la compañera nueva, una linda chica gordita, con una sonrisa muy linda, que cautivó no solo a la mayoría de los chicos, sino también a Edmund, quien a partir de ese momento, desarrollo una extraña obsesión por esa chica. Y de eso, ya doce años.
Entonces, desde el instante en que sus ojos se cruzaron, Edmund quedó flechado y yo tenía que soportar sus pensamientos de enamorado en la primaria y los eróticos en la adolescencia, su nombre era Victoria Ruffus.
Victoria era una humana promedio, de piel casi traslúcida, con una cabellera castaña oscura y larga, ojos avellana, y un rostro normal, a los ojos de un ángel, era una mujer típica sin nada interesante, pero para los humanos que la rodeaban, Victoria era considerada una belleza insólita, una diosa carismática y el sueño erótico de todos, incluido Edmund. Para mí, si físicamente hablamos, no era linda, pero su alma era clara, pura y dadivosa, y dondequiera que iba, las almas a su alrededor recibían lo que en los cielos llamábamos “virtud”. En muchas ocasiones, Peter, su angel guardián, decía que ella podía ser un ángel cuando muriera y por ello observaba con cuidado todos sus movimientos, procuraba aconsejar sus decisiones y prevenirla en sueños o pensamientos si tomaba una decisión que la llevara a la muerte. Estaba extrañamente obsesionado con la chica como los demás humanos, y lo entendía, porque todos los protegidos que habían estado bajo su cargo terminaban siendo asesinos seriales; recuerdo a aquel chico que, junto a una banda de hombres, asesinó sin piedad a la mujer embarazada de un director de cine. Dios, el impacto que dejó eso en Peter. Por ello, ahora que tenía al “ángel” como la llamaba, no quería que ni el mismo sol la tocara.
 Casi la misma obsesión tenía Edmund con ella.
Pero ese día, ese preciso día, cuando yo creí que sería otro día cualquiera sin nada nuevo, Edmund despertó después de una larga noche de fiesta. Era un viernes cualquiera en su ciudad: despertó y permaneció acostado en la cama, mirando perdido el techo.
-Hoy es el día.- se dijo con entusiasmo y, con pensamientos positivos, salió de la cama. Tardo poco en el baño y mucho menos en arreglarse, desayunó con su familia, llevó a sus hermanas al colegio y, mientras manejaba a su escuela, varios pensamientos vagaban por su mente. Todos los conocía. Sabía que, en cuanto la viera, la saludaría como todos los días, le sonreiría, le diría lo linda que se ve, y antes de que ella le preguntara por la tarea de literatura, él la invitaría a salir. Estaba tan seguro de que su plan no iba a fallar, que la sonrisa de autosuficiencia no se borraría ningún momento.
Entonces, esperé sin interés a que el día terminara y se fuera a dormir nuevamente. Anna se acercó a mí.
-¿Alguna novedad?- dijo deteniéndose a mi lado. Sus cabellos largos y del color del caramelo caían en cascada sobre su hombro derecho, su vestimenta era igual a la de todos: pantalones color hueso y una blusa igual, aunque envuelta con pliegues blancos en sus pies descalzos, sus hombros y sus brazos, y un collar con una pluma dorada colgada de su cuello.
-No ha muerto.- le dije mirándola. Se sentó a mi lado, mirando a Edmund.
-Tu humano es muy interesante.- dijo.
-No tiene nada de interesante, Anna.
-El problema es que no quieres aceptar lo grandiosos que son estos seres.- y esa sonrisa, esa maldita sonrisa de imbécil, cruzó por sus labios, como a todos los demás les pasaba cuando se trataba de los humanos. Yo era muy diferente a mis otros compañeros, adictos a la plaga, especialmente Peter y Anna, aficionados con la vida humana, enfermos por ellos.
Pero eran los angeles con quienes más deambulaba, y quienes, a pesar de mi actitud, permanecían a mi lado. Al menos en eso no podía quejarme; yo no estaba solo.
-Dale una oportunidad, Abel.- dijo rozándome con sus alas.- Seguro que hoy, la vida de tu humano cambiará incluso la tuya.- y se despidió, dirigiéndose hacia sus aposentos. Miré a mi alrededor, como todos vigilaban a sus protegidos, como se reían de sus incoherencias, como disfrutaban su existencia, pero yo no podía verlos de otra manera; me dije a mi mismo que debía darle una oportunidad a Edmund, que ese humano debía tener algo que me hiciera cambiar de parecer, que quizás, este preciso día me haría tener una perspectiva nueva y mejor de todos ellos. Quise creer en ello.
Creí.
Pero, como siempre, tener fe en los humanos solo ocasiona decepción. Incluso para nosotros.


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