Sobe una chica:

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Tamaulipas, Mexico
Madre primeriza y escritora, con muy poco tiempo libre pero que le gustan las manualidades.

viernes, 8 de agosto de 2014

Silencios que matan.

Odio el silencio.
Cuando era niña, no había nada más que odiara que permanecer callada; era siempre el preludio de una horrible pelea, de gritos espantosos, llantos desgarrantes, golpes que nunca debieron ser dados y peor aún, significaba que el odio rondaba por la casa. ¿Cómo es posible que una niña tan pequeña supiera lo que era el odio? ¿Cómo es posible que una simple niña, quien se supone debería estar jugando, riendo y siendo feliz con su familia, tuviera que soportar tanta miseria? Sonará muy egoísta pero, ¿por qué no le pasó a alguien más? ¿por qué a mi familia?
Cuando era pequeña, odiaba que mi abuelo llegara a casa borracho, porque de pronto las actividades en la casa se detenían; todos dejaban lo que estaban haciendo y se escondían, hasta se iban a la calle y no volvían en todo el día, ni al siguiente, si había música la apagaban, incluso la tele, los niños ya teníamos que estar en cama totalmente callados, esperando que el huracán comenzara. Nadie hablaba.
Odiaba realmente tener que esconderme en el segundo piso porque su apestoso olor a alcohol y cigarro me ahuyentaban, tener que escuchar mientras rebuscaba más alcohol para seguir estando ebrio, odiaba que despertara a mi abuela para que le cocinara pero detestaba más que ella obedeciera, me llenaba de coraje ver que mis tíos actuaran como si nada estuviera pasando, pero nada me llenaba más de rabia que él comenzara a gritar sin sentido porque no había más cigarros y él obligara a mi hermano a que comprara. Odiaba que se le olvidara que le había dado el dinero exacto y que creyera que él le había robado, pero nada odiaba más cuando sabía ya sabía lo que iba a pasar.
Y yo me sentí impotente y furiosa.
Oírlo decirle a mi hermano que era una basura, que no merecía vivir y principalmente que llamara a mi madre de esas horribles maneras; siempre era lo mismo. Yo no entendía por qué pasaba aquello, no entendía cómo podía pasar de estar increíblemente feliz a lleno de rabia. Me gustaba mi abuelo cuando estaba feliz; eran raras las veces, pero cuando realmente era feliz, me sentaba en su regazo y me pedía le contara lo que había hecho en mi día, que si mi hermano me había enseñado algo nuevo, que si ese raspón era porque estuve jugando con los niños, que si me dolía de nuevo mi cadera al caminar(porque por aquella época, yo apenas comenzaba a caminar debido a mi columna dislocada), que si había estado jugando cerca del pozo de agua, que si había cortado flores para los bisabuelos, que si había ya aprendido a trenzar mis cabellos. Ese abuelo era divertido. Me enseñaba a tejer nudos, me llevaba a la playa cuando papá prometía hacerlo y no cumplía, me dejaba tocar su precioso gallo, me prometía todos los fines de semana despertarme temprano para llevarme por primera vez a conocer su preciosa milpa... ese abuelo me quería muchísimo.
Pero cuando la noche caía, y comenzaba a beber, se transformaba. Como ese cuento que mi hermano me leyó una vez, que era una princesa que de noche se transformaba en un feo ogro que devoraba a los aldeanos... pues así era él.
Sabía que en cuanto la música y las luces se apagaban, y todo se volvía silencioso, el ogro iba a aparacer e iba a devorar a aquellos que estaban a su alrededor. Y siempre comenzaba con mi abuelo, y terminaba con mi hermano. Cuando eres una niña pequeña siempre te preguntas por lo que sucede a tu alrededor, sobre todo si eras de esas retraídas y miedosas, que por problemas de salud solían tener encerrada y los demás niños creían que eras raras, o por si tu propia familia hablaba pestes del único ser en este mundo que te amaba intensamente aunque no estuviera cerca de ti, o por si te veían usando esos estúpidos aparatos en la cadera que te lastimaban y los niños se reían de ti porque creían que eras un fenómeno. Por una u otra cosa, siempre me preguntaba por qué pasaban tantas cosas a mi alrededor, y que mi abuelo se transformara en esa bestia era mi constante incógnita.
Y cuando el silencio llegaba a su máximo apogeo, los llantos de mi hermano eran los que me hacían odiarlo más.
Odiaba todo en ese momento.
Odiaba ser tan pequeña, tan frágil, tan impotente, tan inútil. Solía correr hasta donde estaban ellos gritando que se detuviera, que él lloraba demasiado, pero siempre mis tíos me apartaban; pero, ¿por qué no alejaban a mi hermano de la bestia? ¿por qué dejaban que lo golpeara? ¿por qué no me golpeaba a mí cuando yo hacía algo malo? como esa vez que rompí ese vaso y mi abuelo golpeó a mi hermano, o cuando me comí ese dulce sin avisar, o cuando lloré porque quería ver a mi mamá. Pero nunca me tocaron. Quizás el problema de mi mal carácter ahora fue ver todas esas escenas sin poder hacer nada, obligándome a quedarme callada cuando la bestia aparecía, mientras todos los demás observaban el espectáculo como si fuera divertido.
¿Y mi padre? ¿dónde estaba? ¿por qué cuando yo lo llamaba nunca aparecía? ¿por qué no venía a salvar a su hijo? ¿por qué no nos amaba?
Pero, a pesar de que tener tan corta edad y de que no debería haber sabido lo que era el odio, había una cosa que sí sabía. Esa gente era malvada. No tenían amor por nadie, ni por ellos mismos, se destruían y les gustaba destruir todo lo que les rodeaba, especialmente a aquellos que los amaban. Y poco a poco creció el odio en mí, fue tanto el efecto negativo en mí que no podía soportar permanecer callada, y por ello me volví una niña impulsiva y habladora, porque estar callada me hacía recordar cosas que me ponían triste. Y todo el tiempo se repetía la misma historia, primero un día tranquilo y feliz, luego el olor a alcohol y cigarro, después los gritos y peleas, y luego... volvía la calma; el maldito silencio en la casa se expandía como una sombra cuando caía la noche. Y me obligaban a quedarme sola mientras oía los llantos de mi hermano arriba. Pero nadie hacía nada; el silencio permanecía durante días, nadie se hablaba, comíamos en silencio, las miradas serias caminaban por toda la casa, incluso el miedo podía olerse, casi tangente, con olor a tabaco y alcohol mezclado con cemento y sudor. Aprendí a odiar el silencio más que a nada en éste mundo, a mis cinco años yo detestaba el silencio más que a los aparatos que ataban a mi cintura todos los días. Y sucedió así durante muchos años...
Cuando finalmente volvió mamá, y que todo comenzó a ser como era a pesar de pasar hambres y que ella sufriera por buscar cómo darnos una vida maravillosa y digna, eso era mil veces mejor que vivir en esa casa.
Hay cosas de las que uno se suele arrepentir: que si no tomaste la decisión correcta, que si dejaste de hablarle a ese persona, que si te enojaste sin motivo, que si intentaste besar a alguien que no te quería, que si no puedes dejar ir las cosas por miedo al olvido... pero haber salido de ese maldito lugar y vivir en un lugar donde se está uno completamente solo, aunque con su familia, es una cosa que jamás lamentaré.
Y ahora, aunque la bestia murió, ese odio sigue ahí dentro, clavado como garra en lo más profundo del corazón, consumiéndolo poco a poco, dispuesto a salir ante cualquier oportunidad, devorándome lentamente. ¿Y lo peor? Que cuando el silencio vuelve a mi vida, todos esos recuerdos se repiten una y otra vez, arrastrándome lentamente hacia el infierno... mi propio infierno.





Mientras tanto, odio el maldito silencio...

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